Mucho antes de que comenzara su segundo mandato al frente de la mayor potencia mundial, el sistema globalista, promovido y financiado en sus manifestaciones más extremas por sectores del Partido Demócrata, ya comenzaba a mostrar fisuras profundas en los mecanismos que sustentan su funcionamiento. La victoria de Donald Trump en las recientes elecciones presidenciales se erige como una prueba irrefutable de que este complejo proceso empieza a resquebrajarse y a enfrentar serias disonancias internas.
La determinación de Trump por restaurar la grandeza de los Estados Unidos, cuya economía evidencia signos palpables de debilitamiento estructural, se refleja en su postura intransigente y abiertamente antiinmigrante. El patente rechazo hacia un sistema global de normas que, en última instancia, ha favorecido de manera unilateral a las élites occidentales, se acompaña de una clara ambición expansionista, que busca extender la influencia y el dominio territorial del imperio estadounidense. Este enfoque no solo refleja una visión nacionalista, sino también una profunda desconfianza hacia el modelo globalista que se considera insostenible y en esencia ajena a los intereses fundamentales del país.
Trump exhibe una inclinación pronunciada hacia la subordinación política absoluta de sus aliados, a quienes busca someter mediante amenazas, sanciones económicas y restricciones comerciales. En su visión, el mundo necesita a los Estados Unidos, pero, según él, estos no necesitan al resto del mundo. Este enfoque unilateralista y casi mesiánico del poder estadounidense refleja una postura que se está haciendo eco en una fracción significativa de las élites, especialmente dentro de las grandes corporaciones tecnológicas. Al parecer, estas ven en Trump a un defensor del pragmatismo, un insuperable paliativo ante las fallas estructurales de un sistema global en declive.
Estamos convencidos de que Trump no se detendrá ante los límites de las sacudidas que ya provocó en el orden político establecido durante su primer período. Respaldado ahora por poderosos magnates, Trump, en apenas unos días, despliega esfuerzos colosales para frenar las tendencias que desafían la supremacía estadounidense a nivel global.
Otra vez las amenazas, golpes de Estado, conspiraciones meticulosamente orquestadas, guerras, sanciones selectivas y aranceles exorbitantes contra aquellos que se atrevan a oponerse a sus designios, se configuran como los instrumentos esenciales de un enfoque profundamente antidemocrático con el que busca someter a quienes se resisten a ser atrapados en las redes de sus ambiciosos planes.
Aunque nadie duda de su energía y determinación, este objetivo está envuelto en una oscura incertidumbre, cuya realización podría acarrear consecuencias imprevistas.
¿Podrá Trump concentrarse en lo interno, promoviendo el aislacionismo y fortaleciendo las bases de su gran economía?
Algunas situaciones objetivas conspiran contra esta determinación.
Primero, las relaciones con sus incondicionales socios europeos parecen estar cambiando drásticamente, y ese tradicional terreno de juego, Europa, ahora se presenta como un espacio geopolíticamente disputado por otros intereses, que han comenzado a erosionar la tradicional influencia de los Estados Unidos en la región. La «Fortaleza América» haría mal en ignorar esta realidad dentro de su esfera euroatlántica, pues el equilibrio de poder global se redefine ante nuevos actores emergentes.
Segundo, el aislacionismo, una inclinación de largo tiempo defendida por los intereses hegemónicos norteamericanos, se ve amenazado tanto por la creciente polarización de la sociedad estadounidense como por la indudable crisis de las instituciones occidentales. A esto se suman las ambiciones geopolíticas en el Ártico y la postura anunciada de tratar a América Latina como una extensión dependiente y simplemente proveedora de la economía norteamericana. La frase «América Latina vendrá a nosotros, no nosotros a ella» refleja un proyecto más allá de las estrategias económicas, pues está cargado de una visión autoritaria que busca reconfigurar la región según los intereses estratégicos de Washington.
Por último, el proyecto geopolítico de Trump, aun si llegara a retomar relaciones más estrechas con Rusia, parece inviable sin un rediseño profundo del sistema financiero internacional, que sigue sustentado por el todavía poderoso pilar del dólar. Cualquier intento de modificar este dominio global, que es una las aspiraciones cruciales del poderoso bloque de los Brics, traería consigo enormes repercusiones económicas que pondrían a prueba la capacidad del gobierno estadounidense para mantener su dominio económico y político.
Ante este panorama, el presidente Trump probablemente activará nuevos recursos neocoloniales, sin descartar la natural propensión de la gran potencia a las invasiones e intervenciones militares directas, lo que, en algunos casos, exacerbaría las contradicciones con China y Rusia, arrastrando al mundo hacia un nuevo ciclo de tensiones internacionales.
En definitiva, estamos ante una retórica decididamente victimista, diseñada para movilizar el nacionalismo norteamericano, en cuyo contexto los Estados Unidos siempre se ven como víctimas de tramas o complots que amenazan sus intereses. Esta narrativa, ya aplicada tanto a territorios lejanos como a situaciones internas, como la acusación de “intervención rusa” en las elecciones internas, parece preparar a la gran nación de Washington y Lincoln para intervenciones y movilizaciones agresivas en el exterior. América Latina es y seguirá siendo un objetivo de primer orden en su estrategia de consolidación imperial. El tiempo nos dará la razón.
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